Nadie nace enseñado, pero que jodido resulta a veces ir aprendiendo. El conocimiento nunca es gratis y siempre tiene un coste. A todos, hay cosas que se nos atragantan, que nos llenan de rabia y frustración. Casi siempre, lo que nos llevamos de bueno en estos casos, suele ser la aceptación del error como un hecho, como una circunstancia ineludible, fruto de nuestra divina imperfección. No es fácil mantener la calma, ni reconocer los errores, y sin embargo, resulta imprescindible tener paciencia con los demás, y sobre todo, con uno mismo.
Nunca me ha convencido la idea de ser perfeccionista. La perfección no da historias que contar, no hablaríamos de nada si los acontecimientos dieran vueltas sobre leyes científicas. Las anécdotas, los chistes, y la mayoría de las leyendas urbanas se basan simplemente, en los errores (siempre que no sean los nuestros) y no en las virtudes. Claro que admito que esto es solo una forma de verlo. Todo forma parte de una aspiración, la de poder ver la perspectiva cómica y ridícula de nuestras intensas existencias, a menudo, centradas en microcosmos imposibles de superar, nuestros egos.
Me gusta mirar los segundos del reloj y sentir el paso del tiempo, escuchar su lenta marcha sinfónica a través de los parpadeos de quienes nos rodean. La vida está llena de momentos emocionantes que nuestros mecanismos cerebrales van tatuando en la masa gris que rellena esa cosa que llevamos pegada a nuestros hombros. Tal vez, reírnos sea imposible ante la desgracia, pero siempre nos quedará el recurso del ridículo, de nuestra propia puesta en escena, llena de garra y entusiasmo. Me gusta pensar que la llenamos con instantes que jamás pasarán porque ya forman parte de la historia, y que nadie se rinda, los cobardes no entran en las habitaciones en las que está escrito en la puerta: “Solo para locos”.
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