Las palabras han estado
persiguiéndome. Sobrevuelan mis días como urracas ávidas de dorados tesoros.
He intentado esquivarlas, pero siempre están ahí, a vuelta de la esquina,
mientras conduzco mi coche en el tráfico, sentadas junto a mí, me miran
impávidas, como salidas de una película de David Lynch. Está semana me detuve y
les empecé a preguntar. Le pregunté a las palabras qué más podía hacer yo por
ellas y siguieron sin contestarme. Las palabras se encerraron en su silencio. Tratan
de decirme algo, pero yo no las escucho.
Desde entonces vivo con las palabras.
Inmerso en un diálogo de sordos. En una conversación de incómodos silencios y
fuertes ruidos. Las palabras me dejaron un mensaje la semana pasada escrito en
el rastro del azúcar que nunca le pongo al café, no porque engorde sino porque
me gusta más así, amargo como una canción de Joy Division. Esta semana algunos
amigos me quisieron escribir, pero no pudieron hacerlo porque las palabras estaban en
huelga conmigo, querían que les pagara con este texto.
Hace poco comí con un amigo en el
Nuevo Aguacate y tuvimos que hablar con el lenguaje de los abanicos del Romanticismo.
Esta semana no he encontrado palabras para decir cuánto quiero a los que más
quiero. Mañana tengo junta con el Comité Central del soviet de los adjetivos.
Dicen que ellos por su naturaleza descriptiva suelen entender mejor situaciones
como esta. Quién sabe si la semana que viene que vaya a pasar. Últimamente mis
jefes ya no me aceptan los emails en blanco. Y al final la vida tan llena de
emoticones y emojis termina cayendo en un vacío calórico como el de los
refrescos de Burger King.
No me queda más remedio que
sentarme a escribir este texto. Es la única manera de que pueda preguntarle a
las palabras. Es el único remedio contra la necesidad, la sed de letras y el
hambre de entender qué pasa en el mundo. Para los que seguimos colgados de los
alambres que quedaron de la modernidad siguen existiendo los puentes que nadie
más puede ver. Almenas y dragones, fosos y castillos. Todo un vasto universo de
imaginación que crea la energía con la que se mueven los poemas. Los que
todavía pueden sentir el pulso de Walter Benjamin en su última palabra. Los que
han leído, los hombres libro de Ray Bradbury, el bombero que se negó a
incendiar el último libro. Enfrentados a la fé de las palabras, encadenados a
su dogma, muyahidines del verso libre.
Finalmente, las palabras se sentaron,
se atuvieron a razones, descansaron su pesada carga. Cesó la violencia, las
palabras dejaron de ser puños. Ahora ya puedo decir lo que siento. Ya puedo
expresarme, y aunque nadie ha notado la diferencia ahora escribo mensajes
invisibles en los lóbulos parietales. Todo esto lo escribí sin camisa de
fuerza, tomando café americano, soñando con los grandes amaneceres. Ahora las
palabras y yo estamos en paz.
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