5 de mayo de 2017

Le pregunté a las palabras

Las palabras han estado persiguiéndome. Sobrevuelan mis días como urracas ávidas de dorados tesoros. He intentado esquivarlas, pero siempre están ahí, a vuelta de la esquina, mientras conduzco mi coche en el tráfico, sentadas junto a mí, me miran impávidas, como salidas de una película de David Lynch. Está semana me detuve y les empecé a preguntar. Le pregunté a las palabras qué más podía hacer yo por ellas y siguieron sin contestarme. Las palabras se encerraron en su silencio. Tratan de decirme algo, pero yo no las escucho.

Desde entonces vivo con las palabras. Inmerso en un diálogo de sordos. En una conversación de incómodos silencios y fuertes ruidos. Las palabras me dejaron un mensaje la semana pasada escrito en el rastro del azúcar que nunca le pongo al café, no porque engorde sino porque me gusta más así, amargo como una canción de Joy Division. Esta semana algunos amigos me quisieron escribir, pero no pudieron hacerlo porque las palabras estaban en huelga conmigo, querían que les pagara con este texto.

Hace poco comí con un amigo en el Nuevo Aguacate y tuvimos que hablar con el lenguaje de los abanicos del Romanticismo. Esta semana no he encontrado palabras para decir cuánto quiero a los que más quiero. Mañana tengo junta con el Comité Central del soviet de los adjetivos. Dicen que ellos por su naturaleza descriptiva suelen entender mejor situaciones como esta. Quién sabe si la semana que viene que vaya a pasar. Últimamente mis jefes ya no me aceptan los emails en blanco. Y al final la vida tan llena de emoticones y emojis termina cayendo en un vacío calórico como el de los refrescos de Burger King.

No me queda más remedio que sentarme a escribir este texto. Es la única manera de que pueda preguntarle a las palabras. Es el único remedio contra la necesidad, la sed de letras y el hambre de entender qué pasa en el mundo. Para los que seguimos colgados de los alambres que quedaron de la modernidad siguen existiendo los puentes que nadie más puede ver. Almenas y dragones, fosos y castillos. Todo un vasto universo de imaginación que crea la energía con la que se mueven los poemas. Los que todavía pueden sentir el pulso de Walter Benjamin en su última palabra. Los que han leído, los hombres libro de Ray Bradbury, el bombero que se negó a incendiar el último libro. Enfrentados a la fé de las palabras, encadenados a su dogma, muyahidines del verso libre.


Finalmente, las palabras se sentaron, se atuvieron a razones, descansaron su pesada carga. Cesó la violencia, las palabras dejaron de ser puños. Ahora ya puedo decir lo que siento. Ya puedo expresarme, y aunque nadie ha notado la diferencia ahora escribo mensajes invisibles en los lóbulos parietales. Todo esto lo escribí sin camisa de fuerza, tomando café americano, soñando con los grandes amaneceres. Ahora las palabras y yo estamos en paz. 

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